Cinco minutos de cordura

28 September 2016 Author :   Yaisha Vargas Pérez

Manejo un negocio en línea para el cual tengo varios sombreros. Hago malabares con el tiempo, y a veces es un reto dar el día por terminado para cuidar mi higiene de sueño.

Recientemente, estas tareas que ya llenan mis manos y mi calendario se complicaron con una mudanza de país y la condición de salud de una de mis amadas mascotas, la cual requiere cuidado diario con mucha gentileza, paciencia y tiempo. Con todo y el adiestramiento que he recibido como practicante de meditación, he vivido momentos de agobio, sobre todo cuando salgo a la calle. Sin embargo, para mi sorpresa, esos episodios han estado salpicados con lo que llamo “recordatorios de cordura”. Mi propia mente ha ido cayendo en tiempo con la práctica de la meditación y no se entrega tanto a la desolación ni a la ansiedad, sino que busca un bolsillo de silencio y cordura, y me recuerda: “Necesitamos meditar”. Aquí es que la práctica rinde fruto, porque automáticamente me voy preparando para otorgarle a mi mente un cojincito de descanso: apago el radio, termino la conversación telefónica, le doy dirección a mi mente para que busque dónde está la respiración, dónde siente el hilito de aire, si en la punta de la nariz, en la tráquea, el esternón o en el movimiento ascendente y descendente del abdomen. ¿Dónde estoy ahora? ¿En qué parte de mi cuerpo me encuentro? Si entrar en ansiedad y pánico equivale a sentir cómo mi mente se eleva vertiginosamente fuera del cuerpo como un globo caliente, la meditación me ayuda a darme cuenta de cómo este proceso se va desenvolviendo para agarrar el globo y traerlo de vuelta a mi cuerpo. Ayudo a mi mente a que encuentre el camino de vuelta a su hogar.

El maestro zen vietnamés Thich Nhat Hanh dice que un ser humano es una isla de elementos vivos: agua, aire, tierra y fuego. Hallamos estos elementos en el agua, sangre y linfa de nuestro cuerpo; en el intercambio de oxígeno y dióxido de carbono en nuestros pulmones y en el aire en nuestros intestinos; en los elementos que forman nuestra piel, huesos y órganos, y en el calor que mantiene nuestra temperatura y activa nuestra digestión.

Estamos hechos de los mismos elementos de la tierra: somos un planeta diminuto, una isla, una cápsula. Sin embargo, nos han enseñado a habitar fuera de ella gran parte del tiempo y, de hecho, la conocemos muy poco. Nos enfocamos en que somos la carrera que estudiamos, el trabajo que consume nuestro tiempo, el carro que conducimos, la relación en la que estamos. Todos estos aspectos de nuestras vidas provocan emociones, y muy poca gente en nuestro sistema social, educativo y familiar ha podido enseñarnos a manejarlas de manera constructiva, pues no es parte de nuestra cultura. Así que acudimos a hábitos más aceptables socialmente, como la comida, el alcohol, el cigarrillo, las drogas, la rabia en la vía de tráfico, por mencionar algunas. Algunos de nosotros descubrimos, a través del dolor, que esas vías de escape no funcionaban para sanar. Al principio de comenzar nuestra práctica, puede que no sepamos ir al interior, y cuando alguien nos habla de calmar la mente, creemos que no podemos. Hay demasiado caos. Pero meditar no significa entrar en un estado de calma  inmediatamente, sino que es un proceso que requiere práctica y se toma tiempo, meses y hasta años, en lo que nos abrimos camino entre la madeja y encontramos un centro de quietud en medio de la tormenta.

Para ello, es importante ir conociendo nuestras emociones, aceptarlas y hacerlas nuestras amigas. Condenarlas, generar aversión hacia nuestros hábitos y formas pasadas de responder a la vida puede empeorar el panorama interior e intensificar el pronóstico del clima interno. Sin embargo, cuando comprendemos que esas emociones, al igual que todo lo demás en nosotros, está hecho de elementos (la rabia es fuego, la tristeza es agua, el resentimiento es un páramo desierto y la ansiedad es aire caliente), podemos quitarle las etiquetas de culpa y vergüenza, podemos tratarlas como personas que viven dentro de nosotros y necesitan un bálsamo de suavidad y compasión, que alguien las apacigüe como a una mamá que mece a su bebé cuando llora. Una mamá no le pega a un recién nacido cuando llora, sino que busca qué es lo que necesita y lo apapacha y lo calma. Pues meditar es desarrollar una maternidad serena, funcional y anclada en la cordura. Cuando quiero crear un bolsillo de meditación durante el día, aprovecho espacios de silencio espontáneo. Por ejemplo, si llegué a mi próxima cita, me estaciono y estoy muy atenta al momento en el que el motor del carro se apaga y crea un sonido de vacío. Es probable que exhale como reflejo a lo que es un momento de soltar o de relajación. Ahí mismo activo mi App de meditación (utilizo Insight Timer) durante cinco minutos y lo único que hago es respirar, aceptar, y dejar pasar todo lo que atraviese mi campo de conciencia: pensamientos desorganizados, emociones, recuerdos... vuelvo a sentir el hilo de mi respiración entrando por mi nariz, una y otra vez, una y otra vez. Anclo mi mente en el dedo gordo del pie, una y otra vez. Pasa un pensamiento, pero vuelvo a mi isla de paz. Veo un recuerdo y quizás siento el apretón de ansiedad, pero retorno sin cesar a la cápsula que habito. En cinco minutos, suena la campanita del App, y más veces que menos, he regresado a la cordura. He vuelto a casa. Puedo manejar la Vida. 

Yaisha Vargas Pérez es escritora de temas de meditación y autosanación. Publica la columna “90 días” de cada dos domingos en el periódico “El Nuevo Día” (Visita su grupo de FB: “90 días: Una jornada para sanar”). También es creadora de www.mindfulwritings.com

 

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